Abre puertas y espía que hay detrás.
No les temas, pero espía.
La vida es una sucesión infinita de puertas cerradas, semiabiertas o entornadas. Difícilmente encontremos puertas completamente abiertas, salvo las que nos han abierto otros y nos han invitado a entrar. Y a veces entrar es como encerrarse. Ellos han elegido por nosotros sin que nos demos cuenta. Pensamos que es el curso natural de las cosas. Que otros señalen nuestros caminos, nuestro caminar. Y no esta mal.
Desde que nacemos necesitamos esa primer guía, esa primer indicación. No sólo la necesitamos, sino que la exigimos: ¿qué ropa de pongo mamá? ¿esta bien que diga tal cosa cuando me preguntan tal otra? Si bien en los primeros años de la adolescencia nos sentimos oprimidos por tanta indicación, y nos creemos capaces de revelarnos contra el mundo y de saber que puertas debemos abrir, al cabo de unos años nos damos cuenta, aunque no lo reconozcamos, que lo que en realidad hacemos es buscar nuevas fuentes que nos indiquen por que caminos transitar.
Maestros, amigos, vecinos, estrellas de televisión o cine, le danos voz a quien pueda indicarnos un camino útil, o que lo parezca. Pero los años siguen pasando, miramos las puertas abiertas, nos reprochamos por haber traspasado algunas y pensamos que no existen muchas otras. Creemos que las abiertas son casi las únicas que se podrán abrir. Intuimos en el fondo de nuestro corazón que debe haber otras. Miramos a nuestro alrededor y vemos que otros han abierto otras. Pero, nos decimos, ellos tuvieron más suerte, una mejor familia, más dinero, más belleza, inteligencia, mejores contactos.
Dentro de nuestro campo de percepción la cantidad de puertas es cada vez más limitada. Y reaparece el dolor no ya del adolescente frustrado sino del adulto vencido. Es lo que me toco, se escucha por allí. Fulano tuvo más suerte que yo, que le voy a hacer. A ella siempre le fue bien, nació con estrella, otros no.
Y así iniciamos nuestra vida adulta compadeciéndonos de nosotros mismos, resignando ilusiones y sueños por culpa del azar.
Quizás deberíamos volver un poco a ser niños. Comenzar a dibujar muchas puertas en un papel. Ponerles nombre, señalar caminos. Dar vuelta el papel y seguir dibujando puertas. Luego, sentarnos tranquilos con un café en mano, mirar los dibujos a distancia, reflexionar, analizar. Escuchar lo que el tacto de nuestras manos con el lápiz y el papel nos tiene que decir. Quizás nos demos cuenta que tenemos el poder. El poder de imaginar, de crear, de dibujar puertas y caminos, de inventarlos. Finalmente, quizás comprendamos que tenemos el poder de elegir cual deseamos abrir.