06 agosto 2005

Viajes: capítulo I

Esa tarde estaba melancólica. Sola, en el balcón de un restaurante peruano. Miraba el cielo, las nubes pasar, la gente que aburridamente caminaba por la plaza. Revolvía mi tortilla de papas muy mal cocida, medio cruda, pero era lo que iba a comer. No tenia ganas de quejarme con el mozo. Mi mente pululaba por días pasados, mágicos momentos de un camino del inca que marco mi alma como un herida que sana.
En aquellos días, mientras caminaba sola, en paz, armónicamente en medio de las montañas me hubiera gustado ser pasto, ser planta, ser pájaro, convertirme en algo que forzosamente forme parte del lugar, para quedarme allí. Miraba el abismo y era como mirar el todo. La inmensidad del lugar llenaba mi alma. Nada faltaba, el silencio me acariciaba y deseaba seguir así. Cuando algún otro caminante pasaba a mi lado, deseaba ser invisible para que no me hablara. Para otros, estar tantos días por el camino era aterrador, buscaban permanentemente un compañero de viaje, alguien con quien charlar. El silencio les molestaba. La soledad les aterraba. A mi todo eso me gustaba.
Llegar a Machu Pichu fue una gran satisfacción, pero a la vez significaba la finalización del viaje. Una amiga, tiempo después, me dijo que el camino del inca era como una metáfora de la vida. Quizás lo fue.

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